Nuevo año, nuevo formato. Estreno tres secciones: Agro 3×3, donde te presentaré las noticias más relevantes del sector; Columnas, espacio en el que especialistas del agro abordarán diversos temas; y Chispas del Agro, dedicada a formular preguntas rápidas a expertos. Por supuesto, las entrevistas y mis opiniones se mantienen.
En cuanto al tema principal, abordamos si un país puede obligar a otro a comprarle un producto agrícola. Aunque, por soberanía nacional, la respuesta es que no, existen mecanismos de presión que pueden influir en esas decisiones, los cuales analizamos con detalle.
¿Un país puede obligar a otro a comprarle un producto agrícola?
La interdependencia agrícola es uno de los rasgos más fascinantes y conflictivos de la globalización contemporánea. Ningún país, por vasto que sea su territorio o sofisticado su sistema productivo, se encuentra completamente aislado de las dinámicas del comercio mundial de alimentos. Sin embargo, surge una pregunta incómoda, cargada de implicaciones políticas, éticas y ecológicas: ¿puede un país obligar a otro a comprarle un producto agrícola? A primera vista, la respuesta parece negativa, pues la soberanía comercial se sustenta en la libertad de decisión de los Estados. Pero la realidad de los mercados internacionales, los tratados asimétricos y las estrategias de poder muestran que la coerción puede adoptar formas más sutiles que las imposiciones directas.
Los alimentos no son simples mercancías. Son instrumentos geopolíticos, capaces de inclinar alianzas, modificar precios y sostener regímenes. Durante la Guerra Fría, la exportación de trigo estadounidense fue un pilar de influencia sobre las naciones que dependían de importaciones para alimentar a su población. Este patrón persiste hoy con otros cultivos: la soya, el maíz o el arroz funcionan como llaves estratégicas en la seguridad alimentaria de decenas de países. Si bien ningún tratado obliga explícitamente a una nación a comprar un producto agrícola específico, los mecanismos de dependencia estructural logran el mismo efecto por medios económicos. Subsidios internos, dumping, créditos condicionados o acuerdos de libre comercio pueden restringir de facto la capacidad de elección de los importadores.
El dumping agrícola es uno de los ejemplos más ilustrativos. Cuando un país exporta granos por debajo de su costo real de producción, inunda los mercados externos con productos baratos que desincentivan la producción local. Con el tiempo, los agricultores del país importador abandonan sus cultivos por falta de rentabilidad, y la nación se vuelve dependiente de las importaciones. En ese punto, la relación comercial ya no es un intercambio voluntario, sino una forma de dominación económica disimulada. Si el exportador decide elevar los precios o restringir el suministro, la dependencia se revela en toda su magnitud. Este fenómeno ha sido documentado ampliamente en regiones como África occidental o el Caribe, donde la liberalización impuesta por instituciones financieras internacionales desmanteló la producción alimentaria local.
El poder agrícola no proviene únicamente del volumen de producción, sino también del control sobre las tecnologías y patentes biológicas. La dependencia puede construirse mediante la propiedad intelectual sobre semillas transgénicas o híbridos de alto rendimiento, cuyo uso requiere la compra anual de licencias. Empresas transnacionales, respaldadas por los gobiernos de sus países de origen, ejercen un control casi monopólico sobre la genética de cultivos esenciales. De este modo, la soberanía alimentaria se ve erosionada por contratos que obligan a los productores a usar insumos y variedades específicas. En la práctica, no se trata de que un país obligue formalmente a otro a comprar su maíz o su soya, sino de que no exista una alternativa viable en el mercado global.
A esta arquitectura de dependencia se suma la diplomacia del comercio agrícola, un entramado de presiones y concesiones que se extiende desde las negociaciones multilaterales hasta los acuerdos bilaterales. En la Organización Mundial del Comercio, por ejemplo, los países desarrollados han sabido convertir sus subsidios internos en herramientas de negociación. Las naciones en desarrollo, deseosas de acceder a los mercados del norte, aceptan condiciones que restringen su margen para proteger la agricultura local. Así, lo que se presenta como una apertura comercial es, en realidad, un proceso de asimilación estructural al modelo productivo dominante. El lenguaje técnico del libre mercado disfraza una relación de subordinación que puede ser tan coercitiva como una sanción explícita.
El control del agua y los fertilizantes añade otra capa de complejidad. Los insumos agrícolas críticos —desde la potasa hasta los fosfatos— están concentrados en pocos países. Quien controla esos recursos controla, en cierta medida, la capacidad de los demás para producir alimentos. La guerra en Ucrania demostró que una interrupción en el flujo de fertilizantes puede desatar una crisis alimentaria global. No hace falta imponer compras obligatorias si las alternativas son económicamente inviables o logísticamente imposibles. La coerción en la agricultura moderna no requiere ejércitos ni decretos: basta con el manejo estratégico de las cadenas de suministro.
Existe también una dimensión ecológica en esta interdependencia forzada. Cuando una nación orienta su agricultura hacia la exportación, dedica vastas extensiones de tierra al cultivo de productos demandados por el exterior —como la soya o el aceite de palma—, a menudo en detrimento de la producción de alimentos locales. Esta lógica responde a incentivos externos: contratos, inversiones, compromisos comerciales. El resultado es un colonialismo ambiental en el que los ecosistemas del sur global se degradan para sostener los patrones de consumo del norte. En tal contexto, la pregunta inicial adquiere un matiz irónico: ¿quién obliga a quién? Las decisiones de compra en los supermercados europeos o asiáticos determinan más sobre el uso del suelo en América Latina que las políticas nacionales de los países productores.
El debate sobre la coerción comercial en la agricultura toca una fibra ética profunda. Los alimentos son un derecho humano básico, y el control sobre su flujo no debería ser un arma política. Sin embargo, la seguridad alimentaria se ha convertido en una herramienta de negociación. Cuando un país proveedor amenaza con restringir exportaciones esenciales —como el arroz o el trigo—, puede forzar concesiones en otras áreas, desde el reconocimiento diplomático hasta los votos en organismos internacionales. Los alimentos, en lugar de unir a las naciones, se transforman en vectores de poder. La interdependencia que debería fomentar la cooperación se convierte en un campo de maniobras estratégicas.
Los intentos por limitar estas prácticas han sido fragmentarios. Los tratados internacionales que regulan el comercio agrícola, como el Acuerdo sobre la Agricultura de la OMC, se centran más en los aranceles y subsidios que en las consecuencias sociales o ambientales. En la práctica, las normas internacionales protegen más el libre flujo de mercancías que la equidad en las relaciones comerciales. Así, un país puede arruinar la producción local de otro mediante exportaciones subsidiadas sin incurrir en sanciones. La coerción no se codifica en los tratados; se ejerce a través de ellos.
El avance de la biotecnología agrícola ha creado un nuevo tipo de dependencia. Las semillas modificadas genéticamente prometen mayores rendimientos y resistencia, pero también imponen un ciclo de compra perpetua. Empresas que controlan la propiedad intelectual de estas semillas pueden, mediante litigios o cláusulas contractuales, impedir su reutilización. Esto crea una suerte de servidumbre tecnológica: el agricultor ya no es dueño del proceso productivo, sino un usuario sujeto a licencias. Cuando tales empresas se vinculan con los intereses comerciales de un Estado, la coerción alcanza una escala nacional. Un país puede no estar legalmente obligado a comprar un producto agrícola, pero su aparato productivo está diseñado para necesitarlo.
La historia muestra que los intentos de romper con esa dependencia suelen enfrentar resistencia feroz. Cuando India intentó proteger su mercado del arroz mediante cuotas y reservas estratégicas, fue presionada por organismos internacionales que alegaban “distorsión del mercado”. Cuando México buscó fortalecer el maíz nativo frente a las importaciones baratas, se enfrentó a demandas bajo el amparo de tratados de libre comercio. En ambos casos, la retórica de la libertad económica ocultaba una estructura de poder destinada a mantener abierta la puerta de las importaciones. La coerción se viste de racionalidad económica y se justifica con el argumento de la eficiencia.
El futuro de las relaciones agrícolas internacionales dependerá de la capacidad de los países para redefinir la noción de soberanía alimentaria. Esta no implica aislamiento, sino autonomía para decidir qué producir, cómo hacerlo y con quién comerciar. Para alcanzarla, será necesario repensar los tratados comerciales desde la óptica del equilibrio ecológico y social, y no únicamente desde la maximización de beneficios. La agricultura no puede seguir siendo el terreno donde se disputan hegemonías bajo el disfraz del libre mercado. Si la alimentación es la base de la vida, su control no debería estar sujeto a las mismas reglas que rigen el comercio de bienes industriales.
Las naciones que aspiren a romper la cadena de dependencia deberán invertir en investigación agrícola local, en infraestructuras de almacenamiento y en políticas de apoyo a los pequeños productores. Solo así podrán escapar de la trampa en la que la interdependencia económica se convierte en coerción. No se trata de negar el comercio, sino de transformarlo en un intercambio justo, donde la necesidad no sea una herramienta de presión. El verdadero desafío consiste en construir un sistema agrícola mundial donde ningún país tenga el poder de imponer su producto, y donde la cooperación sustituya a la dominación disfrazada de eficiencia.
- Clapp, J. (2021). Food. Polity Press.
- Patel, R. (2007). Stuffed and Starved: Markets, Power and the Hidden Battle for the World’s Food System. Portobello Books.
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- Weis, T. (2013). The Ecological Hoofprint: The Global Burden of Industrial Livestock. Zed Books.
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