He conversado con muchas personas que venden tecnología para el sector agrícola, y todas coinciden en algo: resulta frustrante. Me parece curioso, porque todos sabemos que la producción, distribución y comercialización agrícola dependen de la tecnología, y aun así no se vende por sí sola.
En este episodio entrevisté a mi amigo Tonatiuh Quiñones, del podcast Agronauta, con quien pongo sobre la mesa varios puntos para entender por qué es tan difícil vender cualquier tipo de tecnología a los agricultores. Además, Tonatiuh se dedica a ello, así que conoce de primera mano lo que implica enfrentarse a ese desafío.
¿Por qué los agricultores dudan en comprar tecnología agrícola?
La adopción de tecnología agrícola ha sido celebrada como el camino inevitable hacia una agricultura más eficiente, rentable y sostenible. Sin embargo, millones de agricultores alrededor del mundo continúan mostrando una resistencia persistente ante su incorporación. Este fenómeno no se explica por simple conservadurismo ni por falta de información, sino por una compleja red de factores económicos, culturales y ecológicos que definen la racionalidad de quien trabaja la tierra. Dudar no es necesariamente rechazar el progreso; en muchos casos, es una forma de defensa frente a un sistema tecnológico que promete mucho más de lo que entrega.
La primera barrera es la asimetría económica. Las innovaciones en maquinaria, sensores o biotecnología suelen desarrollarse en contextos industriales que presuponen disponibilidad de capital, acceso a crédito y estabilidad de ingresos. En el campo, esas condiciones rara vez existen. La adquisición de un dron para el monitoreo de cultivos o de un sistema de riego inteligente puede representar el equivalente a varios años de ingresos netos para un productor de pequeña o mediana escala. La promesa de eficiencia queda opacada por la incertidumbre del retorno económico, especialmente en sectores donde los precios agrícolas fluctúan violentamente. Para quien enfrenta sequías, plagas y mercados imprevisibles, invertir en tecnología no es un gesto de modernidad, sino una apuesta riesgosa.
A esa dimensión económica se suma la desconfianza hacia los proveedores tecnológicos. En muchos países, la historia de la modernización agrícola está marcada por la llegada de paquetes tecnológicos que beneficiaron más a las corporaciones que a los productores. El recuerdo de semillas híbridas que no pudieron reproducirse, de agroquímicos que degradaron los suelos o de maquinarias imposibles de mantener sin piezas importadas, ha dejado una huella profunda. Cada nueva promesa de innovación se enfrenta a esa memoria colectiva de dependencia y desilusión. Los agricultores saben que adoptar una tecnología implica no solo cambiar una herramienta, sino transformar un modo completo de producir y relacionarse con la tierra.
Esa transformación suele venir acompañada de una homogeneización del conocimiento agrícola. Las tecnologías diseñadas para maximizar el rendimiento en condiciones estándar tienden a ignorar la diversidad ecológica y cultural de los territorios. Lo que funciona en los llanos estadounidenses no necesariamente se adapta a las terrazas andinas o a los valles tropicales. La llamada “universalidad tecnológica” es, en realidad, un modelo centrado en la productividad medible, no en la resiliencia local. Los agricultores, que conocen los ritmos de su suelo y las señales del clima, perciben que al adoptar ciertos dispositivos o semillas patentadas podrían perder su autonomía agronómica. La duda, entonces, se convierte en una forma de preservar un conocimiento ancestral que ha sobrevivido a siglos de cambios.
Otro elemento crucial es la brecha cognitiva que separa a los desarrolladores de los usuarios finales. La mayor parte de la innovación agrícola surge en laboratorios o startups donde la agricultura es más un concepto que una práctica cotidiana. Las tecnologías se diseñan con supuestos de uso que no siempre reflejan las realidades del campo. Un sensor de humedad puede ser inútil si no hay señal para transmitir los datos; un software de gestión agrícola puede volverse inoperante si la interfaz está en un idioma distinto al del usuario. Este desajuste revela una falta de diálogo entre la ciencia aplicada y el saber campesino, un divorcio entre el diseño tecnológico y la experiencia empírica de quien siembra.
La tecnología agrícola digital, con sus plataformas de big data y algoritmos predictivos, ha amplificado esa distancia. Para muchos agricultores, entregar información sobre sus cultivos o sus suelos a servidores remotos equivale a ceder parte de su soberanía. No se trata solo de privacidad, sino de control sobre los datos que definen el valor de su producción. Las empresas que recopilan esta información pueden, con el tiempo, usarla para condicionar precios, establecer dependencias o anticipar decisiones de mercado. La sospecha no es infundada: el conocimiento agrícola, antes comunitario, se convierte ahora en un activo monopolizable. Adoptar tecnología implica, en cierto modo, aceptar un nuevo tipo de vigilancia invisible.
A nivel social, la resistencia también responde a la estructura del trabajo rural. La mecanización y la automatización reducen la necesidad de mano de obra, alterando el tejido social que sostiene la vida agrícola. En comunidades donde el trabajo en el campo no es solo una actividad económica sino un vínculo identitario, la introducción de máquinas que reemplazan tareas humanas genera tensiones éticas y emocionales. Los agricultores saben que la tecnología puede incrementar la productividad, pero también puede fragmentar familias, desplazar oficios y concentrar tierras. En ese contexto, la duda no surge del atraso, sino del sentido de responsabilidad comunitaria que acompaña a las decisiones agrícolas.
El riesgo ambiental es otra razón que pesa en la balanza. La historia reciente ha mostrado cómo ciertas tecnologías, al buscar eficiencia inmediata, provocan degradación a largo plazo: pérdida de biodiversidad, erosión de suelos, contaminación por agroquímicos. Frente a ello, muchos agricultores, especialmente los de orientación agroecológica, prefieren mantener sistemas tradicionales o mixtos que priorizan la estabilidad del ecosistema sobre la maximización de rendimiento. En su lógica, el costo ecológico de una mala decisión tecnológica puede ser irreversible. Una herramienta que promete optimizar la siembra puede, en última instancia, alterar un equilibrio que tomó generaciones construir. Dudar, en este caso, es una forma de precaución ecológica.
El discurso dominante de la innovación suele presentar la adopción tecnológica como una línea evolutiva inevitable: quien no se adapta, desaparece. Sin embargo, esta visión ignora que la agricultura no es un sistema industrial cerrado, sino una interacción viva entre personas, suelos y climas. La velocidad de la innovación no siempre coincide con la capacidad de absorción cultural de las comunidades rurales. Cada avance técnico implica una reconfiguración de valores: de la relación con la tierra, de la percepción del tiempo, del significado del trabajo. Los agricultores no dudan porque no entiendan la tecnología, sino porque comprenden que adoptarla significa alterar su relación con un entorno que conocen íntimamente.
La educación rural y la extensión agrícola podrían reducir estas brechas, pero a menudo reproducen un enfoque vertical: enseñar en lugar de dialogar, imponer en lugar de co-crear. Los programas de capacitación tienden a medir el éxito en función del número de usuarios o hectáreas tecnificadas, no de la calidad del aprendizaje ni del impacto real en la sostenibilidad. Para que la innovación sea adoptada, debe sentirse propia. Solo cuando la tecnología nace del territorio, adaptada a sus limitaciones y saberes, puede convertirse en una herramienta genuinamente emancipadora. De lo contrario, seguirá siendo percibida como una intrusión externa más que como una oportunidad.
También influye la política agraria. En muchos países, las políticas públicas priorizan la importación de tecnologías extranjeras antes que el fomento de soluciones locales. Esto perpetúa una dependencia estructural que desalienta la apropiación tecnológica. Los agricultores, conscientes de que las reglas del mercado cambian al ritmo de los acuerdos comerciales, prefieren mantener estrategias de bajo riesgo antes que comprometerse con tecnologías cuya rentabilidad depende de subsidios o incentivos temporales. La duda, en este sentido, es también un acto racional de supervivencia dentro de un sistema que cambia más rápido que sus beneficiarios potenciales.
Finalmente, la dimensión cultural confiere a la duda un carácter profundamente humano. La agricultura es una actividad cargada de simbolismo, donde la confianza se construye con el tiempo y con la repetición de resultados tangibles. Una máquina puede prometer precisión; una aplicación puede ofrecer pronósticos; pero ningún algoritmo reemplaza la intuición agrícola, esa mezcla de experiencia, observación y sensibilidad que permite decidir cuándo sembrar o cosechar. El agricultor duda porque sabe que la tierra no obedece del todo a la lógica de la eficiencia, y que cada ciclo trae una nueva lección. En ese reconocimiento reside una sabiduría que la tecnología, por sofisticada que sea, aún no ha logrado imitar.
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