Entrevisté a Abel Rodríguez, Director de Información en Grupo Consultor de Mercados Agrícolas (GCMA), para analizar los retos y perspectivas de los granos básicos en México. Conversamos sobre producción, importaciones, diferencias regionales y políticas públicas que impactan la seguridad alimentaria y la competitividad del sector agrícola nacional.
Abel nos explica cómo GCMA combina datos de mercado, tendencias globales y políticas agrícolas para proyectar escenarios estratégicos; además resaltó la importancia de la inteligencia comercial en las decisiones de siembra y comercialización, ofreciendo a productores y tomadores de decisiones una visión clara y práctica del futuro de los granos.
¿Por qué México ha perdido competitividad en la producción de granos básicos?
La caída de competitividad arranca en la base productiva: más del 70% de la superficie de maíz y frijol es de temporal, con baja mecanización y adopción tecnológica limitada. La variabilidad climática castiga rendimientos y costos, y el productor pequeño carece de colchón financiero.
El uso de semillas mejoradas es desigual. Muchos lotes se mantienen con criollos sin manejo genético ni tratamiento profesional. Esto limita rendimiento, uniformidad, sanidad y calidad industrial, justo en un mercado donde se compite no solo por tonelada, sino también por atributos específicos.
La brecha en extensionismo pesa con fuerza. La transferencia de conocimiento es intermitente, dependiente de programas sexenales y de proveedores de insumos. Sin acompañamiento técnico continuo, no se cierra la curva de aprendizaje en nutrición, densidades, fechas óptimas de siembra y manejo integrado de plagas.
El costo de fertilizantes y energía desalineó los números. La escalada de urea, MAP y DAP comprimió márgenes, y la logística interna cara encarece la última milla. Con maquinaria vieja y diésel costoso, la eficiencia operativa queda muy por debajo de competidores.
El agua es talón de Aquiles. Distritos de riego con infraestructura envejecida, pérdidas en conducción y baja tecnificación de parcela reducen la productividad hídrica. En granos como el arroz, la presión hídrica vuelve inviable competir con países altamente tecnificados y con energía más barata.
Los suelos muestran fatiga. En muchas zonas se observan erosión, compactación y bajos niveles de materia orgánica. Sin rotaciones rentables ni coberturas, el sistema pierde resiliencia. El rendimiento estable exige reconstruir fertilidad física, química y biológica, más allá de incrementar la aplicación de NPK.
El riesgo climático y de precios apenas se gestiona. El acceso a coberturas en Chicago y a seguros paramétricos es limitado para pequeños productores. Sin instrumentos de mitigación, se vende en piso y se siembra en techo, perpetuando ciclos de descapitalización.
La sanidad e inocuidad son diferenciales ignorados. Aflatoxinas en maíz, Fusarium en trigo y residuos de plaguicidas sin trazabilidad cierran puertas en el mercado formal. Quien no certifica lotes pierde la prima y el poder de negociación con la industria y la exportación.
La fragmentación de la tierra desincentiva inversión. Minifundio, ejidos con gobernanza variable y problemas de certeza jurídica frenan arrendamientos eficientes y economías de escala. La mecanización compartida y los centros de servicio avanzan lento sin modelos cooperativos sólidos.
Los encadenamientos comerciales permanecen débiles. Escasean contratos de agricultura por contrato con especificaciones claras de calidad, logística y precio. Sin señales firmes de demanda, la inversión en híbridos específicos o en poscosecha se percibe como un riesgo asimétrico.
Las pérdidas poscosecha muerden la competitividad. La falta de silos, secado, aireación y limpieza profesional genera merma y penalizaciones por humedad e impurezas. Cada punto de descuento en báscula representa margen cedido frente a granos importados estandarizados.
La logística interna resulta cara e ineficiente. Tramos carreteros saturados, inseguridad y escasa intermodalidad elevan el costo por tonelada-kilómetro. El grano importado llega en barcos Panamax a puertos eficientes y se distribuye con contratos consolidados, compitiendo con ventaja.
El entorno regulatorio alteró incentivos. Programas de apoyo de corto plazo, reglas cambiantes y ejecución tardía rompen la planeación. Los precios de garantía, cuando no se alinean con productividad y calidad, distorsionan señales sin corregir cuellos de botella.
La incertidumbre en biotecnología frena decisiones. En maíz, el ruido regulatorio y los litigios sobre OGM detienen la inversión en mejoramiento, bioinsumos y paquetes de manejo avanzado. La industria procesadora exige calidad uniforme; sin acceso a innovación, la brecha se amplía.
La competencia externa opera con subsidios y escala. Estados Unidos y Brasil producen con altos rendimientos, logística integrada y financiamiento competitivo. Cuando se abren cupos o se reducen aranceles, el diferencial de costo total impacta directamente en el precio pagado al productor nacional.
El capital de trabajo es caro y escaso. Tasas elevadas, garantías exigentes y poca bancarización restringen la adquisición de insumos a tiempo y de calidad. Comprar fertilizante en temporada alta y a crédito informal eleva el costo unitario y deteriora el retorno esperado.
La demografía del campo complica el relevo generacional. Productores envejecidos, baja adopción digital y escaso interés juvenil limitan la transición hacia agricultura de precisión. Donde entran drones, sensores y registros digitales, los números mejoran; donde no, el atraso persiste.
Las plagas y enfermedades se han vuelto más complejas. Gusano cogollero resistente, malezas tolerantes y enfermedades fúngicas exigen manejo integrado y rotación de modos de acción. Sin monitoreo y umbrales económicos, se aplican recetas tardías, costosas y poco efectivas.
El marketing de la oferta es débil. Se vende volumen genérico cuando el mercado paga atributos: dureza de endospermo para nixtamal, proteína en trigo panificable o bajos niveles de micotoxinas para alimento balanceado. Sin segmentación ni storytelling técnico, la prima se la lleva otro.
Las organizaciones de productores carecen de escala comercial. Son pocas las que integran compras consolidadas, financiamiento, acopio y venta programada. Donde existe gobernanza y servicios compartidos, bajan costos por tonelada y mejora el poder de negociación; donde no, mandan intermediarios atomizados.
La inteligencia de mercado no llega a la parcela. Pronósticos de oferta y demanda, ventanas de precio y bases locales se quedan en traders y grandes compradores. El productor decide siembra y venta a ciegas, sin tableros que traduzcan datos en decisiones operativas.
La industria exige previsibilidad. Molino, cervecera o sector pecuario necesitan suministro uniforme durante todo el año. Sin contratos de entrega escalonada, secado y almacenamiento, el origen nacional no compite con la consistencia de un importador que mueve barcos calendarizados y calidades estándar.
Los estándares de calidad existen, pero no siempre se miden. Equipos de NIR, determinación de humedad, peso hectolítrico y micotoxinas requieren inversión y capacitación. Al vender sin pruebas verificables, se aceptan descuentos preventivos que no necesariamente reflejan la calidad real del lote.
El ecosistema de innovación opera fragmentado. Universidades, centros de investigación y empresas no siempre conectan con los problemas concretos de la parcela. Los proyectos piloto se quedan en campo demostrativo sin escalar a paquetes técnicos validados por región y mercado objetivo.
La comunicación en la cadena es asimétrica. La industria comparte poco sobre especificaciones futuras y tendencias de formulación, y el productor comunica poco sobre su capacidad de entrega y calendario. Esta desalineación genera sobrecostos, rechazos y oportunidades perdidas.
La seguridad en rutas y zonas productivas encarece la operación. Asegurar cargas, cambiar horarios y ajustar rutas eleva costos de flete y riesgo de pérdidas. El impacto es mayor en pequeños productores, que no pueden negociar pólizas o contratos logísticos robustos.
Los incentivos climáticos aún no aterrizan en granos. Prácticas regenerativas con métricas de carbono, agua y biodiversidad podrían abrir primas y financiamiento verde. Sin metodologías operativas ni compradores que paguen por atributos ambientales, el productor no percibe un retorno claro.
El aprendizaje colectivo avanza despacio. Faltan redes de parcelas espejo con datos abiertos por región, híbrido y manejo, que permitan ajustar decisiones en tiempo real. Sin benchmarks locales, se replican errores y no se capitalizan las mejores prácticas de quienes ya despegaron.