Episodio 542: Una charla sobre universidades agrícolas y enseñanza agrícola

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Una charla sobre universidades agrícolas y enseñanza agrícola

Este episodio es más relajado de lo normal, porque junto con mi amigo Tonatiuh Quiñones, del podcast Agronauta, reflexionamos sobre algunas estadísticas que nos indican cómo se encuentra la enseñanza agrícola en México. Por supuesto, lo enfocamos desde una perspectiva de diálogo, con la intención de poner el tema sobre la mesa, para que nos compartas tus comentarios.

Durante la conversación hablamos sobre el número de carreras de índole agrícola que se oferta en México, así como dónde se encuentran las universidades que ofrecen este tipo de carreras. Además, nos metimos un poco a tratar de entender las dinámicas que están sucediendo con los profesionales agrícolas.

A lo largo de este episodio se abre una conversación amplia y honesta sobre la educación agrícola en México, su historia, su presente y, sobre todo, sus límites reales frente al mundo laboral. El punto de partida es claro: hablar de universidades agrícolas no es nostalgia académica, es hablar del tipo de profesionales que estamos formando y de qué tan preparados están para un agro cada vez más complejo.

El recorrido inicia con una mirada histórica. La formación agrícola en México nace ligada a las élites, a instituciones como la UNAM en sus orígenes y, más tarde, a escuelas insignia como Chapingo o la Narro. Durante décadas, el camino era relativamente lineal: se estudiaba agronomía y el destino natural era el gobierno. El Estado absorbía a los egresados como extensionistas, técnicos o funcionarios. Ese modelo marcó a generaciones enteras y todavía influye en la manera en que muchos entienden la profesión.

Ese mundo ya no existe. Hoy, el gobierno simplemente no tiene la capacidad —ni la intención— de emplear a la mayoría de los nuevos profesionistas agrícolas. El mercado laboral se desplazó hacia la agroindustria, el sector privado, el emprendimiento y, en muchos casos, hacia trabajos que no estaban contemplados cuando se diseñaron los planes de estudio. Ahí empieza la fricción entre universidad y realidad.

Con datos del IMCO y de la ANUIES se dimensiona el sistema actual. En México existen alrededor de 188 universidades —168 públicas y 22 privadas— que ofrecen carreras relacionadas con el agro. No son pocas. Sin embargo, el número de egresados anuales ronda apenas los 7,700 profesionales, lo que desmonta la idea de una sobrepoblación descontrolada de agrónomos. El problema no es cuántos salen, sino cómo salen y a dónde llegan.

La composición demográfica también dice mucho. Sólo 15% de quienes estudian estas carreras son mujeres, a pesar de que en algunas instituciones emblemáticas la matrícula femenina ya supera a la masculina. Además, más del 80% de los profesionales agrícolas en activo tiene más de 30 años, lo que muestra un sector envejecido y con un relevo generacional lento. El agro sigue siendo estratégico, pero no necesariamente atractivo para los jóvenes.

En términos económicos, los datos son incómodos. El salario promedio ronda los 19 mil pesos mensuales, cifra que suena razonable hasta que se compara con las jornadas laborales, la responsabilidad técnica y la variabilidad del empleo. Existe una brecha salarial de género clara, con mujeres ganando varios miles de pesos menos que los hombres. También hay una tasa de informalidad cercana al 36%, que no siempre significa desempleo, sino autoempleo, emprendimientos pequeños o trabajos sin estructura formal.

Un punto clave del episodio es desmontar la idea de que estudiar agronomía garantiza trabajar “en el agro”. Apenas alrededor del 23% de los egresados trabaja directamente en agricultura. El resto se reparte entre comercio de insumos, industria, servicios financieros, gobierno y otras actividades. Esto no es necesariamente malo, pero sí evidencia que la carrera no define el destino profesional tanto como se cree.

Aquí aparece una de las reflexiones más contundentes: la universidad ya no prepara para salir listo al campo. Antes, con sistemas productivos más simples y menos tecnología, un egresado podía cubrir buena parte de las necesidades técnicas. Hoy, alguien que termina la carrera apenas tiene una fracción del conocimiento que requerirá. El resto se aprende —o no— en la práctica. La complejidad del agro creció más rápido que los planes de estudio.

También se discute la proliferación de carreras con nombres distintos pero contenidos similares: ingeniería en innovación agrícola sustentable, agrobiotecnología, agronegocios, ciencias agrogenómicas. Cambia la etiqueta, pero muchas veces no cambia el fondo. Esto genera confusión tanto en estudiantes como en empleadores, y diluye la identidad profesional del agrónomo.

Uno de los momentos más relevantes del episodio es cuando se aborda lo que no se enseña en la universidad. Comunicación, ventas, liderazgo, trabajo en equipo, negociación, lectura del contexto humano. Las llamadas habilidades blandas no son un complemento; son el factor que muchas veces define quién se coloca rápido y quién se queda rezagado. Ser buen estudiante no garantiza ser buen profesional.

Se comparten ejemplos claros: personas con promedios bajos que encontraron trabajo antes que los mejores del grupo, simplemente porque sabían hablar, convencer y relacionarse. En contraste, perfiles técnicamente brillantes que batallan para integrarse al mercado laboral. La escuela evalúa conocimientos; el mercado evalúa utilidad.

El episodio también cuestiona el papel de los posgrados. Aunque pueden elevar el ingreso promedio, también reducen el espectro laboral si están orientados únicamente a la investigación. En México, tener maestría o doctorado no siempre abre puertas; a veces las cierra. Más estudios no equivalen automáticamente a más oportunidades.

Hacia el cierre, la conversación se vuelve más propositiva. La universidad debería entenderse menos como un lugar para “salir sabiendo todo” y más como un espacio para construir redes, alianzas y criterio. Los contactos, la actitud y la capacidad de aprender pesan tanto como el título. El aprendizaje no termina al egresar; apenas empieza.

La recomendación final es directa: elegir una sola habilidad diferenciadora y trabajarla de forma intencional. Hablar en público, vender, liderar equipos, escribir bien. Una sola habilidad bien desarrollada puede sacar a alguien del promedio. Y lo mejor: si no te la enseñaron en la escuela, no es una desventaja, es una oportunidad.

Este episodio no idealiza a las universidades agrícolas ni las condena. Las pone frente al espejo. El agro sigue siendo un espacio enorme para innovar, pero exige profesionales más flexibles, más humanos y menos dependientes de lo que diga el plan de estudios. El mensaje es claro: el título abre la puerta, pero el camino se construye después. Y ahí, cada quien juega con las cartas que decide desarrollar.

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