Este episodio es más relajado de lo normal, porque junto con mi amigo Tonatiuh Quiñones, del podcast Agronauta, reflexionamos sobre algunas estadísticas que nos indican cómo se encuentra la enseñanza agrícola en México. Por supuesto, lo enfocamos desde una perspectiva de diálogo, con la intención de poner el tema sobre la mesa, para que nos compartas tus comentarios.
Durante la conversación hablamos sobre el número de carreras de índole agrícola que se oferta en México, así como dónde se encuentran las universidades que ofrecen este tipo de carreras. Además, nos metimos un poco a tratar de entender las dinámicas que están sucediendo con los profesionales agrícolas.
¿Cuáles son las mayores razones para estudiar una carrera agrícola?
El futuro de la humanidad se sostiene, de manera literal, sobre una delgada capa de suelo fértil. En ella, millones de organismos microscópicos colaboran en una danza química que transforma la energía solar en alimento, oxígeno y vida. Sin embargo, a pesar de su centralidad biológica y económica, la agricultura ha sido marginada en la imaginación moderna, considerada muchas veces un oficio del pasado más que una ciencia del porvenir. Estudiar una carrera agrícola no es simplemente aprender a sembrar o cosechar; es asumir el reto de comprender el sistema metabólico de la Tierra y su relación con los humanos.
Las razones para dedicarse profesionalmente a las ciencias agrícolas comienzan en la urgencia planetaria. La crisis alimentaria global se intensifica mientras la población mundial avanza hacia los diez mil millones de personas. Según estimaciones recientes de la FAO, será necesario incrementar la producción de alimentos en más de un 50 % para 2050, sin expandir significativamente la frontera agrícola. Lograrlo exige más que tecnología: requiere conocimiento científico profundo sobre los ecosistemas productivos, los ciclos de nutrientes y la fisiología de las plantas. Cada estudiante agrícola es, en potencia, un gestor de equilibrio entre la productividad humana y la estabilidad ecológica.
La segunda gran razón surge del papel de la agricultura en la seguridad climática. El sector agropecuario es responsable de cerca del 20 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, pero también posee el potencial de revertir parte de ese daño mediante prácticas regenerativas. Un profesional agrícola formado en manejo sustentable del suelo, agroforestería o agricultura de conservación puede diseñar sistemas que capturen carbono, reduzcan la erosión y mejoren la infiltración de agua. La capacidad de transformar un campo degradado en un ecosistema funcional no solo tiene valor económico, sino un significado ético: es la posibilidad de reconciliar el bienestar humano con los límites biofísicos del planeta.
La ciencia agrícola moderna se encuentra en un punto de convergencia con la biotecnología, la robótica y la inteligencia artificial. Estudiar esta disciplina significa acceder a uno de los campos más multidisciplinarios de la actualidad. Un agrónomo contemporáneo necesita dominar la genómica de plantas, entender los modelos predictivos del Big Data agrícola y aplicar sensores de precisión para gestionar microambientes. En los invernaderos del siglo XXI, un dron sustituye a la mirada del agricultor tradicional, midiendo índices de vegetación o detectando deficiencias nutricionales invisibles al ojo humano. Quien elige esta carrera participa en la revolución silenciosa que redefine la manera en que se produce cada grano, cada fibra y cada molécula de alimento.
Además, la agricultura constituye uno de los mejores laboratorios naturales para comprender la complejidad ecológica. Ninguna otra ciencia aplicada combina de forma tan íntima la biología, la química del suelo, la física atmosférica y la economía rural. Cada parcela es un sistema donde interactúan fuerzas bióticas y abióticas, reguladas por variables que no siempre son controlables. Esa incertidumbre, lejos de ser un obstáculo, convierte al profesional agrícola en un pensador sistémico, capaz de integrar datos dispares y anticipar efectos colaterales. En un mundo que demanda soluciones interconectadas, esa mentalidad se vuelve un recurso tan valioso como el agua o el fósforo.
El tercer motivo para estudiar una carrera agrícola reside en su impacto social directo. La agricultura sostiene comunidades, determina patrones migratorios y moldea la cultura alimentaria. En regiones donde la desigualdad limita el acceso a alimentos nutritivos, un ingeniero agrícola puede diseñar cadenas de suministro más justas o implementar proyectos de agroecología comunitaria que fortalecen la soberanía alimentaria. No se trata solo de producir más, sino de producir mejor, distribuyendo equitativamente el resultado de la fotosíntesis colectiva. Cada estudiante de agronomía se forma, en el fondo, como mediador entre la ciencia y la justicia social.
También hay razones geopolíticas. Los países que dominan la innovación agrícola poseen una ventaja estratégica que trasciende la economía. El control de las semillas, del conocimiento genético y de las tecnologías de cultivo define el equilibrio del poder global. Las naciones que invierten en educación agrícola fortalecen su autonomía alimentaria y su capacidad de respuesta ante crisis sanitarias o conflictos bélicos. Por ello, estudiar esta disciplina no es un acto romántico, sino una apuesta por la soberanía científica y la resiliencia nacional.
A pesar de ello, el interés juvenil por estas carreras ha disminuido en muchas regiones. El atractivo de las ciudades y la percepción de que el campo es un espacio de atraso han contribuido a un déficit de especialistas. Sin embargo, esa carencia amplifica las oportunidades profesionales. La demanda de expertos agrícolas supera la oferta en sectores como la agroindustria, la consultoría ambiental, la investigación genómica y la gestión de recursos hídricos. Mientras otras áreas se saturan, la agricultura ofrece un horizonte de innovación constante. Quien la estudia no solo asegura empleo, sino participación en una de las tareas más trascendentes de nuestra era.
Otra razón profunda es la oportunidad de trabajar con procesos vivos. A diferencia de las ciencias inertes, la agronomía enseña a interpretar señales biológicas: una hoja que se curva, una raíz que respira, una nube que promete nitrógeno. Esa interacción cotidiana con la vida genera un vínculo emocional y cognitivo difícil de reproducir en otras disciplinas. El conocimiento agrícola no se limita a datos, sino que se transforma en sabiduría práctica. En cada experimento de campo, la teoría se confronta con la realidad dinámica de los ecosistemas. Esa experiencia directa desarrolla una intuición científica que, combinada con la evidencia empírica, forma profesionales con una sensibilidad única para detectar patrones y prever consecuencias.
Estudiar agricultura también implica participar en la transición energética. La biomasa, los biocombustibles y los sistemas agrovoltaicos se integran cada vez más en las políticas de descarbonización. Los conocimientos sobre fisiología vegetal y bioprocesos permiten convertir la luz solar en energía química utilizable, cerrando el ciclo entre la agricultura y la energía limpia. Los estudiantes agrícolas del presente son los ingenieros energéticos del futuro, capaces de rediseñar paisajes productivos donde la energía, el alimento y la biodiversidad coexistan.
Pero quizá la razón más profunda sea filosófica. La agricultura enseña humildad. Nos recuerda que dependemos de procesos que no controlamos por completo y que la fertilidad no se impone, se cultiva. En cada semilla germina la evidencia de que la vida es un fenómeno cooperativo. Comprenderlo desde la ciencia es comprendernos a nosotros mismos. Por eso, quien estudia una carrera agrícola no solo adquiere conocimientos técnicos, sino una forma de mirar el mundo donde la sostenibilidad no es un concepto, sino una práctica cotidiana.
La investigación agrícola actual apunta hacia una integración sin precedentes entre conocimiento ancestral y tecnología avanzada. La agroecología, inspirada en los sistemas tradicionales de manejo de cultivos, se combina con el análisis de datos y la biotecnología molecular. El estudiante que se forma en este cruce de saberes aprende a valorar tanto la sabiduría campesina como la precisión de la secuenciación genética. Esta síntesis representa uno de los desafíos intelectuales más estimulantes del siglo XXI, porque exige pensar la ciencia no como dominación, sino como cooperación con la naturaleza.
La educación agrícola, además, tiene un efecto multiplicador en el desarrollo rural. Cada profesional formado genera conocimiento que se difunde en redes locales: productores, cooperativas, escuelas técnicas. El aprendizaje se convierte en acción colectiva. La innovación, lejos de concentrarse en laboratorios urbanos, regresa al territorio que la hace posible. En ese sentido, estudiar una carrera agrícola es también una forma de democratizar el conocimiento, de sembrar ciencia allí donde brota la vida.
Y así, mientras las sociedades buscan soluciones tecnológicas para sobrevivir a su propio progreso, la agricultura ofrece un recordatorio esencial: la prosperidad humana no proviene de la conquista de la naturaleza, sino de su comprensión. Detrás de cada alimento, de cada fibra, de cada molécula que sostiene la civilización, hay siglos de observación, selección y adaptación. Quienes deciden estudiar esta disciplina se unen a esa cadena ininterrumpida de conocimiento que conecta a la humanidad con su origen y su destino.
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