Episodio 510: ¿Nuestro sistema agroalimentario no está diseñado para que a todos les vaya bien?

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¿Nuestro sistema agroalimentario no está diseñado para que a todos les vaya bien?

El sistema agroalimentario actual parece diseñado bajo una lógica contradictoria: si a todos los productores les va bien, los precios caen y, paradójicamente, todos pierden. Una buena temporada general puede derivar en una sobreoferta, lo que desploma los precios y perjudica tanto a agricultores como a comercializadores por igual.

En cambio, cuando una región enfrenta sequías, plagas o conflictos, otras se benefician al aprovechar la escasez para vender más y a mejores precios. Esta dinámica, profundamente arraigada en el sistema capitalista, ha normalizado desigualdades estructurales, donde el éxito de unos depende inevitablemente de la desgracia de otros.

¿Por qué el agro es un sector tan desequilibrado e injusto?

La agricultura, a pesar de ser la base material de toda civilización, sigue siendo uno de los sectores más desequilibrados e injustos del sistema económico global. Alimenta a la humanidad, pero quienes la sostienen con su trabajo son, paradójicamente, quienes menos se benefician de su valor. Detrás de cada alimento que llega a la mesa hay una red compleja de relaciones desiguales, donde el capital, la tecnología y el comercio internacional determinan la distribución del poder mucho más que la tierra o el conocimiento agronómico. El agro, lejos de ser un espacio neutral de producción, refleja las asimetrías estructurales de la economía mundial: concentración de recursos, dependencia tecnológica y vulnerabilidad social.

El desequilibrio comienza con la estructura de la propiedad de la tierra. En la mayoría de los países, una minoría concentra la mayor parte de las superficies cultivables, mientras millones de pequeños productores subsisten en parcelas fragmentadas o en terrenos de baja calidad. Este fenómeno no es nuevo; es la herencia de siglos de colonización, reformas agrarias incompletas y políticas que favorecieron la acumulación de tierras en pocas manos. La concentración territorial genera poder político y económico, lo que permite a los grandes productores influir en los precios, los subsidios y las regulaciones. Los pequeños agricultores, en cambio, se encuentran atrapados en una economía de subsistencia, sin acceso a crédito ni infraestructura. Así, la tierra, el primer factor de producción agrícola, se convierte también en el primer mecanismo de exclusión.

A esa desigualdad histórica se suma una brecha tecnológica cada vez más profunda. La llamada revolución verde, que prometía aumentar la productividad y erradicar el hambre, benefició principalmente a los productores con capacidad para invertir en fertilizantes, maquinaria e irrigación. Los campesinos pobres quedaron fuera de esa transformación y, con el tiempo, más dependientes de insumos externos. Hoy, la agricultura digital y la biotecnología reproducen la misma dinámica: la innovación está concentrada en manos de corporaciones multinacionales que controlan patentes de semillas, agroquímicos y algoritmos. La dependencia tecnológica se traduce en dependencia económica. Un agricultor que no puede guardar su semilla o que debe pagar licencias anuales para producir, pierde autonomía sobre su propio proceso productivo. La tecnología, que debería liberar trabajo y mejorar la eficiencia, se convierte en una nueva forma de subordinación.

El mercado internacional acentúa estas asimetrías. Los países desarrollados subsidian su producción agrícola con miles de millones de dólares anuales, lo que les permite exportar a precios artificialmente bajos y desplazar a los productores del Sur global. Este mecanismo, conocido como dumping agrícola, ha destruido economías rurales enteras, sobre todo en América Latina y África. Los campesinos que no pueden competir con el maíz o el trigo subsidiado de Estados Unidos terminan abandonando sus tierras y migrando a las ciudades o al extranjero. La apertura comercial, presentada como una vía de prosperidad, ha funcionado en realidad como una asimilación forzada a las reglas del mercado global, donde los países pobres exportan materias primas baratas e importan alimentos procesados caros. La balanza alimentaria es también una balanza de poder.

En el plano interno, la desigualdad se refleja en la cadena de valor agroalimentaria. El precio final de un producto agrícola rara vez beneficia al productor. Entre el campo y el consumidor se interponen intermediarios, procesadores, distribuidores y minoristas que capturan la mayor parte de las ganancias. Mientras el agricultor recibe centavos por kilo de fruta o cereal, las empresas de distribución global obtienen márgenes de rentabilidad abrumadores. En este sentido, la injusticia no es solo estructural, sino también logística: la falta de infraestructura de almacenamiento, transporte y transformación condena a los productores rurales a vender barato. La asimetría de mercado se perpetúa porque quien no controla la distribución no controla el valor.

El factor laboral añade otra capa de inequidad. La agricultura sigue siendo uno de los sectores con mayor precariedad laboral en el mundo. Millones de trabajadores agrícolas temporales —muchos de ellos migrantes— trabajan en condiciones de baja remuneración, sin seguridad social ni derechos sindicales. En los campos del norte global, la abundancia alimentaria se construye sobre la invisibilidad del trabajo inmigrante; en el sur, sobre la informalidad y la explotación. Esta situación no es un accidente, sino un componente funcional del sistema agroindustrial: los bajos salarios permiten mantener precios competitivos, y los contratos flexibles facilitan la adaptación a la estacionalidad de los cultivos. El resultado es una paradoja moral y económica: el sector que produce los bienes más esenciales del planeta se sostiene sobre una de las formas más persistentes de desigualdad contemporánea.

El impacto ambiental del modelo agrícola dominante también tiene una dimensión de injusticia. La expansión de los monocultivos, el uso intensivo de agroquímicos y la deforestación generan beneficios para unos pocos y costos para todos. Los efectos ecológicos —erosión, pérdida de biodiversidad, contaminación de acuíferos— recaen principalmente en las comunidades rurales, que dependen directamente de los recursos naturales para su subsistencia. Mientras las empresas agroexportadoras acumulan ganancias, los pequeños productores enfrentan los efectos del cambio climático: sequías, inundaciones, plagas. Esta desigualdad ambiental es, en el fondo, una forma de colonialismo moderno: el norte consume, el sur se degrada. La justicia climática pasa inevitablemente por reformar el sistema agrícola global, pero los intereses económicos que lo sostienen actúan como una barrera infranqueable.

La desigualdad del agro también tiene raíces culturales. Durante siglos, la agricultura campesina e indígena ha sido marginada por los discursos del progreso. Los saberes locales, basados en la agrobiodiversidad y en la gestión colectiva de los recursos, fueron reemplazados por modelos industriales uniformes. Este desplazamiento epistemológico no solo empobreció los ecosistemas, sino también la cultura agrícola. Hoy, mientras el mercado premia la homogeneidad —el tamaño perfecto del fruto, la madurez idéntica del grano—, la agricultura tradicional mantiene viva una lógica de diversidad y equilibrio que rara vez se reconoce como conocimiento científico. El desequilibrio, en este caso, no es solo económico, sino cognitivo: una jerarquía entre los saberes del capital y los saberes de la tierra.

La política agrícola global ha contribuido a perpetuar estas distorsiones. Los organismos internacionales, lejos de cuestionar el modelo, lo han institucionalizado mediante acuerdos de libre comercio y programas de modernización productiva. Las políticas públicas suelen beneficiar a los sectores más competitivos, reforzando la concentración de recursos. Los subsidios, créditos y apoyos técnicos se distribuyen de manera desigual, privilegiando a quienes ya tienen acceso a tecnología y mercados. Mientras tanto, las políticas rurales dirigidas a los pequeños productores suelen ser asistenciales y de corto plazo, sin un enfoque estructural. Así, el Estado refuerza la desigualdad que debería corregir. La agricultura se convierte en un espacio donde la intervención pública consolida la injusticia privada.

El desequilibrio también se refleja en la relación entre consumidores y productores. En las sociedades urbanas, el alimento ha perdido su valor simbólico y social. La mayoría de las personas desconoce el origen de lo que come, el impacto ecológico de su dieta o las condiciones laborales de quienes la producen. Esta desconexión alimenta un sistema donde el precio bajo se impone sobre la justicia y la sostenibilidad. Recuperar esa conciencia —entender que cada compra es una decisión política— es uno de los grandes desafíos del siglo XXI. El consumo responsable podría ser un contrapeso al poder corporativo, pero requiere una alfabetización alimentaria que aún no existe en la mayoría de las sociedades.

La injusticia en el agro no es una anomalía dentro del sistema económico global; es uno de sus pilares. Un modelo que premia la eficiencia y la rentabilidad sobre la equidad necesita una base de productores vulnerables, de territorios subordinados y de recursos explotables. El campo, en este sentido, ha sido el laboratorio donde se ensayan las formas más sofisticadas de desigualdad contemporánea: concentración de capital, privatización del conocimiento, externalización de costos ecológicos. El reto no consiste solo en producir más o en hacerlo con menos impacto ambiental, sino en reconstruir las relaciones de poder que definen quién se beneficia y quién asume los riesgos de alimentar al mundo.

  • Altieri, M. A., & Nicholls, C. I. (2020). Agroecology: Science and Politics. Fernwood Publishing.
  • Clapp, J. (2021). Food. Polity Press.
  • McMichael, P. (2012). Development and Social Change: A Global Perspective. Sage Publications.
  • Patel, R. (2007). Stuffed and Starved: Markets, Power and the Hidden Battle for the World’s Food System. Portobello Books.
  • Shiva, V. (2016). Who Really Feeds the World? The Failures of Agribusiness and the Promise of Agroecology. North Atlantic Books.
  • Weis, T. (2013). The Ecological Hoofprint: The Global Burden of Industrial Livestock. Zed Books.
  • Van der Ploeg, J. D. (2020). The New Peasantries: Rural Development in Times of Globalization. Routledge.

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