Episodio 503: ¿Cómo impactarían los aranceles al agro mexicano?

¿Cómo impactarían los aranceles al agro mexicano?

Los aranceles a los productos agropecuarios mexicanos afectarían la competitividad del sector, encareciendo las exportaciones y reduciendo la demanda. Esto impactaría tanto a productores como a empresas agroindustriales, limitando su crecimiento y afectando el empleo en las zonas rurales que dependen del comercio internacional.

Un incremento en los costos arancelarios haría que los productos mexicanos fueran menos atractivos frente a los de otros países con acuerdos comerciales más favorables o menores barreras de entrada, lo que afectaría directamente la capacidad de los productores para mantener sus ventas y márgenes de ganancia.

¿Por qué Estados Unidos amenaza con aranceles al agro mexicano?

La relación agrícola entre Estados Unidos y México ha sido, durante décadas, una tensión contenida entre interdependencia y competencia. Ambos países forman parte de un ecosistema comercial donde el flujo de alimentos, insumos y capitales se ha vuelto inseparable. Sin embargo, esa cercanía también genera fricciones que emergen cada vez que el equilibrio político o económico se altera. Las amenazas de Washington de imponer aranceles al agro mexicano no son un episodio aislado, sino la manifestación de un conflicto estructural que combina intereses económicos, disputas regulatorias y estrategias de poder geopolítico. Para entenderlas, es necesario mirar más allá de las cifras de exportación y adentrarse en las lógicas que definen quién controla la seguridad alimentaria en América del Norte.

El punto de partida está en la asimetría productiva. Estados Unidos posee una de las agriculturas más subsidiadas del planeta, con políticas federales que amortiguan los costos de producción y garantizan precios mínimos para los granos básicos. México, en cambio, carece de un sistema de apoyo de esa magnitud y orienta buena parte de su producción hacia los cultivos hortofrutícolas, altamente dependientes de la exportación. Esa complementariedad —granos al norte, frutas y hortalizas al sur— debería ser virtuosa, pero en la práctica genera una competencia desigual. Cuando el productor estadounidense percibe que el tomate o el aguacate mexicano inunda su mercado a precios más bajos, lo interpreta no como eficiencia comercial, sino como amenaza directa a su subsistencia. Los lobbies agrícolas presionan entonces al Congreso y al Ejecutivo para recurrir a la herramienta más antigua del proteccionismo: el arancel.

La política arancelaria en Estados Unidos no responde solo a cálculos económicos, sino a dinámicas internas de poder electoral. Los estados agrícolas —Florida, Georgia, California o Iowa— desempeñan un papel crucial en las elecciones presidenciales y legislativas. Los candidatos que prometen proteger a los productores locales frente a la competencia extranjera obtienen apoyos decisivos. Por ello, las amenazas de imponer aranceles al agro mexicano suelen coincidir con coyunturas políticas: campañas electorales, renegociaciones comerciales o disputas sobre migración y seguridad. El agro se convierte en moneda de cambio, un instrumento de presión que Estados Unidos usa para obtener concesiones más allá del terreno agrícola. Bajo esa lógica, los aranceles no son una medida económica, sino una herramienta diplomática coercitiva.

La interdependencia agroalimentaria entre ambos países hace que cualquier amenaza de aranceles tenga efectos recíprocos. Más del 40% de las frutas y hortalizas consumidas en Estados Unidos provienen de México, mientras que una proporción significativa de los granos que alimentan al ganado mexicano se importan del norte. Este flujo constante mantiene precios estables y abastecimiento continuo en ambos lados de la frontera. Sin embargo, Estados Unidos ha sabido usar esa interdependencia a su favor, manipulando los tiempos y los productos sujetos a sanción para maximizar la presión política sin afectar gravemente su propio consumo. Amenaza con gravar el tomate, pero no el maíz; el aguacate, pero no la soya. La selección de productos refleja una estrategia calibrada, más orientada al mensaje político que al impacto económico.

El caso del tomate ilustra con claridad esta dinámica. Desde los años noventa, los productores de Florida han denunciado el supuesto “dumping” mexicano: la venta de tomates por debajo del costo de producción. Aunque investigaciones del Departamento de Comercio han encontrado resultados ambiguos, las presiones políticas han llevado repetidamente a la imposición o amenaza de cuotas compensatorias. México, dependiente de ese mercado, suele acceder a renegociar precios mínimos o a establecer acuerdos de supervisión. Cada amenaza de arancel se convierte así en un recordatorio de la vulnerabilidad estructural del campo mexicano dentro del marco del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC).

La raíz del problema está en cómo se define la competitividad agrícola. En México, el clima permite hasta tres cosechas anuales de ciertos productos; la mano de obra es más barata, y los costos energéticos relativamente bajos. Esa eficiencia natural es vista desde Washington como competencia “desleal”, aunque en realidad refleja diferencias estructurales legítimas. Lo que el productor estadounidense reclama no es igualdad de condiciones naturales, sino equivalencia de subsidios y costos. Cuando esa paridad no puede alcanzarse por medios productivos, se busca mediante barreras comerciales. En ese sentido, los aranceles son el modo en que Estados Unidos intenta reconfigurar artificialmente la ventaja comparativa mexicana.

El trasfondo también incluye disputas tecnológicas y regulatorias. La decisión de México de restringir la importación de maíz transgénico destinado al consumo humano fue percibida por Washington como una violación a las reglas del T-MEC. Aunque México argumentó razones de salud pública y soberanía alimentaria, Estados Unidos interpretó la medida como un obstáculo técnico al comercio. La respuesta inmediata fue la amenaza de represalias arancelarias. Lo paradójico es que el país con la agricultura más tecnificada del mundo reacciona con beligerancia ante un intento legítimo de proteger la biodiversidad y la autonomía alimentaria de su socio comercial. La disputa del maíz es, en esencia, una pugna sobre quién define los límites del progreso agrícola: la ciencia pública o las corporaciones biotecnológicas.

En el fondo, los aranceles amenazados son una manifestación de la jerarquía agroindustrial global. Estados Unidos no solo exporta alimentos, sino también modelos de producción, estándares sanitarios y marcos legales. Mantener su hegemonía requiere evitar que sus socios desarrollen independencia tecnológica o mercados internos sólidos. Cada vez que México intenta fortalecer su propio sistema alimentario —ya sea mediante apoyos directos a productores, programas de autosuficiencia o regulaciones ambientales— surgen advertencias de “distorsión del mercado”. Los aranceles, en este contexto, operan como un mecanismo de disciplina comercial, recordando a los países dependientes que la soberanía tiene límites dentro de la arquitectura del libre comercio.

No se trata únicamente de tomates o maíz. Las amenazas abarcan desde el aguacate hasta el azúcar, pasando por productos pesqueros y cárnicos. En cada caso, el argumento oficial cambia —seguridad alimentaria, competencia desleal, trazabilidad sanitaria—, pero el patrón es el mismo: una economía poderosa utiliza su peso de mercado para imponer condiciones. Detrás de la retórica de equidad comercial, se esconde un sistema que protege la acumulación corporativa y desincentiva la diversificación regional. Cada arancel potencial refuerza la dependencia de México como proveedor de materias primas y limita su capacidad para escalar hacia procesos de valor agregado.

Las tensiones agrícolas también se amplifican por la creciente politización del cambio climático. Mientras Estados Unidos impulsa políticas de descarbonización y agricultura de precisión bajo estándares industriales, México apuesta por modelos más mixtos que combinan tecnologías modernas con prácticas agroecológicas. Esa diferencia filosófica se traduce en fricciones regulatorias. Cuando un país prioriza la eficiencia energética y otro la sostenibilidad social, las normas sanitarias y de producción se vuelven herramientas de presión. Los aranceles, en tales casos, son la expresión de una lucha por definir la dirección ética y técnica de la agricultura continental.

El escenario global complica aún más el panorama. La guerra en Ucrania y las interrupciones en el suministro de granos han demostrado que la seguridad alimentaria depende tanto de la política como de la productividad. Estados Unidos busca consolidar su posición como proveedor confiable en un mercado mundial inestable, y para ello necesita controlar la oferta regional. Si México amplía su autonomía productiva, reduce su vulnerabilidad y, por extensión, la capacidad de Washington de usar los alimentos como instrumento geopolítico. Las amenazas arancelarias son, en ese sentido, una reacción preventiva: un intento de mantener el orden jerárquico agroalimentario en un mundo que se mueve hacia la multipolaridad.

A pesar de su retórica liberal, la política agrícola estadounidense sigue siendo profundamente intervencionista. Las amenazas de aranceles no son una defensa de la libre competencia, sino la reafirmación de un modelo proteccionista que favorece a sus productores más influyentes. Lo que está en juego no es solo el comercio bilateral, sino la definición misma de qué significa la soberanía agrícola en el siglo XXI. México, al intentar equilibrar su balanza alimentaria y proteger sus semillas, desafía un sistema diseñado para mantenerlo como exportador dependiente. Por eso cada vez que anuncia una política de autosuficiencia o regulación, el eco al norte no tarda en llegar: la advertencia de nuevos aranceles.

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