Estados Unidos anunció un arancel del 20.91% al tomate mexicano, que entraría en vigor el 14 de julio si se rompe el Acuerdo de suspensión de 2019. Aunque ciertos tomates industriales quedarían exentos, la medida amenaza con encarecer el producto y causar pérdidas millonarias.
La industria mexicana no incurre en dumping; su ventaja radica en menores costos por clima favorable y mano de obra más barata. El conflicto tiene fondo político: Florida no cubre la demanda nacional, pero su lobby influye en decisiones. El tomate es estratégico, y el arancel parece más táctica que solución real.
Este episodio parte de una pregunta incómoda, pero necesaria: por qué el arancel al tomate mexicano siempre vuelve a aparecer en la agenda de Estados Unidos. No es una ocurrencia reciente ni una reacción improvisada. Es un tema recurrente, con historia, intereses claros y consecuencias reales para ambos lados de la frontera. La discusión arranca con el anuncio del Departamento de Comercio estadounidense sobre la posible aplicación de un arancel del 20.91% a la mayoría de las importaciones de tomate mexicano, con una fecha marcada en el calendario: 14 de julio de 2025. Desde el inicio queda claro que no se trata solo de comercio, sino de política, poder y narrativa.
Para entender el fondo del asunto, es indispensable mirar hacia atrás. Desde los años noventa, productores de Florida han acusado a México de vender tomate por debajo de su valor real. A esa práctica se le llama dumping y, en teoría, está regulada por la Organización Mundial del Comercio. Sin embargo, acusar no es lo mismo que probar. Aun así, la presión política funcionó. En 1996 se firmó el primer acuerdo de suspensión: México aceptó vender a precios mínimos de referencia y Estados Unidos suspendió la imposición de aranceles. Ese acuerdo no fue único ni definitivo; se ha renovado varias veces, siempre entre tensiones, renegociaciones y amenazas latentes.
El acuerdo de suspensión se convirtió en una especie de tregua frágil. Se renovó en 2002, 2008, 2013 y 2019. Justamente en 2019 se vivió un episodio clave: Estados Unidos se retiró temporalmente del acuerdo y aplicó un arancel del 17.56% durante varios meses. El resultado fue inmediato y contundente: pérdidas millonarias, problemas logísticos y afectaciones tanto para exportadores mexicanos como para importadores estadounidenses. No fue un castigo unilateral; fue un balazo en el pie para toda la cadena agroalimentaria.
Aquí surge la pregunta central del episodio: ¿realmente México hace dumping con el tomate? La respuesta es directa y sin rodeos: no. No hay dumping. Lo que hay es competitividad. México produce tomate de manera mucho más eficiente que Estados Unidos, especialmente que Florida. Las razones son estructurales y conocidas: clima favorable, temporadas de producción más largas, diversidad geográfica que permite producir casi todo el año y costos laborales significativamente menores. Eso no es trampa; es ventaja comparativa.
El tomate mexicano llega más barato al supermercado estadounidense porque producirlo cuesta menos, no porque se venda artificialmente por debajo de su valor. Incluso con salarios más altos en el campo mexicano, la diferencia seguiría existiendo. La brecha no se explica por subsidios ocultos ni por prácticas ilegales, sino por realidades productivas que no se pueden borrar con discursos proteccionistas. Competir no es lo mismo que hacer dumping, aunque a algunos les convenga confundir ambos conceptos.
Entonces surge otra pregunta incómoda: si México exporta muchos productos agrícolas con ventajas competitivas claras, ¿por qué el tomate y no otros cultivos? El aguacate no tiene acuerdo de suspensión. Las berries tampoco. La papaya, menos. La clave está en los números y en la política. Florida produce alrededor de 310 mil toneladas de tomate al año. México exporta más de 1.8 millones de toneladas al mercado estadounidense. En términos simples, Florida apenas cubre el 18% de lo que México aporta. Sin tomate mexicano, el mercado estadounidense simplemente no funciona.
Pero el volumen no lo explica todo. El tomate tiene un peso político desproporcionado. Es un commodity sensible: afecta precios de otros alimentos, impacta la inflación y no tiene sustitutos fáciles. No es un producto de lujo que se puede dejar de comprar si sube de precio. El tomate es básico en la cocina diaria. Y eso lo convierte en una herramienta política poderosa.
Aquí entra en escena la Florida Tomato Exchange. No es solo una agrupación de productores; es una maquinaria de lobby altamente sofisticada. Durante décadas ha construido relaciones con legisladores clave, ha influido en la narrativa mediática y ha logrado posicionar al tomate como un asunto de seguridad económica nacional. Desde una perspectiva de marketing agrícola, el trabajo es impecable: no hablan solo de precios, hablan de defender al agricultor estadounidense frente a prácticas extranjeras abusivas. Ese discurso cala, especialmente en contextos políticos marcados por el proteccionismo y el “Buy American”.
Florida, además, es un estado estratégicamente crucial en las elecciones. Ganarse el favor de su agroindustria no es un detalle menor para ningún político estadounidense. Por eso, aunque no existan pruebas claras de dumping, el tema vuelve una y otra vez a la mesa. Donde parece no haber lógica económica, casi siempre hay lógica política.
¿Se impondrá el arancel en la fecha anunciada? El análisis es prudente pero claro. Con los volúmenes que importa Estados Unidos desde México, aplicar el arancel sería un golpe directo al bolsillo del consumidor estadounidense. Incluso podría presionar al alza la inflación. Dicho eso, también se reconoce que el contexto político actual hace que esta amenaza sea más creíble que en otros momentos. Ya existe un precedente y el clima proteccionista es más fuerte.
Sin embargo, hay un elemento clave que modera el escenario: la estacionalidad. La producción de tomate en Florida cae prácticamente a cero entre finales de mayo y principios de noviembre. Imponer un arancel justo cuando no hay producción nacional tendría poco sentido práctico. Obligar a los consumidores a pagar más por un producto básico, sin alternativa local, sería políticamente costoso. El tomate no se puede sustituir fácilmente, y eso limita hasta dónde puede llegar la presión.
La lectura final es que el arancel funciona más como herramienta de negociación que como una medida destinada a mantenerse en el tiempo. Sirve para poner otros temas sobre la mesa, para presionar, para ganar margen político. Mientras tanto, el tomate seguirá en el ojo del huracán, con efectos inmediatos para productores, comercializadores y consumidores de ambos países.
Este no es un tema menor ni pasajero. Incluso una aplicación temporal del arancel tendría impactos económicos significativos. Por eso conviene entender el trasfondo y no quedarse solo con el titular. El tomate no está en disputa por su precio; está en disputa por su peso político. Y mientras eso no cambie, el tema seguirá regresando, temporada tras temporada, como una mala hierba que nadie logra arrancar del todo.

