Durante décadas, los gobiernos mexicanos han oscilado entre apoyar solo a los grandes agroexportadores o solo a los pequeños productores de autoconsumo, sin lograr un equilibrio. Esta visión polarizada ha dejado a miles de agricultores fuera del sistema, cuando ambos sectores son fundamentales para el país.
Los agroexportadores generan divisas y empleo, pero los pequeños productores sostienen nuestra soberanía alimentaria. No son rivales, sino piezas complementarias de un mismo sistema. El verdadero abandono no está en los apoyos, sino en la falta de una política agrícola integral, diversa y técnicamente bien asesorada.
Arranco con una escena concreta: la lluvia llega antes de lo previsto en Los Reyes, Michoacán. Buena noticia. El país la necesita. El agua hace falta y no poco. Desde ahí se abre una reflexión que no esquiva el conflicto: el campo mexicano enfrenta retos enormes —clima, plagas, mercados, presión constante— y todos tienen algo en común: requieren liderazgo. No discursos huecos ni soluciones universales, sino capacidad real de trazar rumbo y sostenerlo.
A partir de ese punto, la conversación se mueve hacia una pregunta directa: ¿por qué el gobierno mexicano ha dejado a su suerte a tantos agricultores? Decir “el campo” como si fuera uno solo es un error de origen. El campo mexicano es diverso, complejo y desigual. Hablar de abandono sin matices es decir una verdad a medias. Y las medias verdades no sirven para diseñar políticas públicas.
Aquí se plantea una crítica frontal a toda la clase política, sin distinciones. Nunca se ha logrado un equilibrio básico: apoyar al agro de abajo y al de arriba al mismo tiempo. Como si ambos fueran incompatibles. Como si ayudar a uno implicara, por definición, abandonar al otro. No hay evidencia de que eso sea cierto, pero sí hay décadas de decisiones que lo confirman en la práctica.
Con gobiernos de derecha, el foco estuvo en la agroindustria y la exportación. Apoyos, canales comerciales, competitividad internacional. Resultado: grandes productores fortalecidos. Costo: los pequeños agricultores de autoconsumo quedaron fuera del mapa. Luego vino el péndulo. Con gobiernos de izquierda, los programas se volcaron hacia abajo: fertilizantes gratuitos, apoyos directos, narrativa social. Resultado: alivio para muchos pequeños productores. Costo: los agroexportadores resentieron la ausencia de apoyo justo cuando el contexto climático y comercial se volvió más adverso.
No hace falta profundizar demasiado para ver el patrón: dos visiones opuestas, ambas incompletas. La pregunta incómoda aparece sola: ¿de verdad no existen políticos capaces de legislar para ambos? ¿Quién decidió que había que elegir bando? El campo mexicano no es binario, pero la política pública se comporta como si lo fuera.
La agroindustria de alto valor —hortofrutícola, principalmente— genera dólares, empleo rural y estabilidad relativa en regiones donde la alternativa sería peor. Negarlo es ingenuo. También es cierto que existen problemas laborales y sociales que deben corregirse. No se maquillan. Se enfrentan. Pero nada de eso borra su peso económico.
Ahora bien, y aquí se pone el freno: estos cultivos no son la base de la alimentación. El centro de la dieta mexicana es el maíz blanco. Más de 350 kilos por persona al año. Ningún producto de exportación se le acerca. El valor monetario puede ser menor, pero el valor social, cultural y estratégico es enorme. Ahí entran los agricultores de granos básicos. Pequeños, muchos de ellos. Con bajos rendimientos, poca tecnología y escasa visibilidad. Quitarlos de la ecuación es jugar con la soberanía alimentaria. No es exageración. Es un hecho.
Entonces vuelve la pregunta: ¿es imposible apoyar a ambos? La respuesta es simple: no. No hay ninguna ley que lo prohíba. Lo que sí hay son dos grandes limitantes. La primera es ideológica. Los neoliberales vieron al pequeño agricultor como un lastre. Los populistas ven al gran productor como enemigo. Ambas narrativas están equivocadas. Sus sesgos generan políticas parciales y, por definición, resultados parciales.
La segunda limitante es la complejidad. La agricultura en México no admite soluciones nacionales uniformes. Las necesidades de un productor de tomate en Sinaloa no se parecen en nada a las de un productor de maíz en Chiapas. Las políticas generalistas son más fáciles de implementar, sí, pero su impacto real es limitado. Se gana en una región y se pierde en otra. Luego se presume el éxito donde funcionó y se guarda silencio donde no.
Aquí se señala algo clave: falta empatía y sobra simplificación. Los agroexportadores no piden regalos. Piden reglas claras, acceso a mercados, financiamiento para tecnología, condiciones para trabajar. No requieren asistencia técnica estatal porque pueden pagarla. Los agricultores de autoconsumo, en cambio, no necesitan drones ni agricultura de precisión. Necesitan mejorar prácticas básicas, subir rendimientos manualmente, recibir acompañamiento técnico cercano. Dos mundos distintos. Dos tipos de apoyo distintos. No compiten entre sí.
El problema no es técnico. Es político. Los políticos legislan sobre muchos temas que no dominan. Para eso tienen asesores. Y aquí se dice sin rodeos: los asesores agrícolas han quedado a deber por décadas. O no entienden el campo o tienen intereses que inclinan la balanza. De otro modo, no se explica por qué siempre hay agricultores que quedan abandonados.
La reflexión final aterriza en un punto delicado: la agricultura es un negocio, sí, pero es un negocio raro. No funciona como otros sectores. En 2023, una tonelada de aguacate valió más de 20 mil pesos. El maíz, poco más de 6 mil. Tres veces menos. Aun así, todos saben que el valor no monetario del maíz es infinitamente mayor. Imaginar un mes sin tortillas no es un ejercicio intelectual: es un escenario inviable.
En cambio, un mes sin aguacate sería incómodo, no crítico. Esa diferencia lo dice todo. El precio no refleja la importancia real. Y mientras eso no se entienda, las políticas públicas seguirán fallando.
La conclusión no se disfraza: el campo mexicano no necesita elegir entre grandes y pequeños. Necesita inteligencia, sensibilidad y decisiones que reconozcan su diversidad. Todo lo demás es ruido.

