Episodio 522: ¿Resulta positivo el “romantizar” la labor del agricultor o no deberíamos de hacerlo?

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¿Resulta positivo el "romantizar" la labor del agricultor o no deberíamos de hacerlo?

En el agro, solemos idealizar al agricultor como héroe incansable, pero detrás de esa imagen hay una realidad más compleja. Muchos trabajan por necesidad, no por vocación. La agricultura exige decisiones duras, enfrenta riesgos constantes y está lejos de ser una actividad romántica.

Romantizar su labor puede invisibilizar los retos reales: escasez de agua, precios volátiles, y poca recompensa para quienes cuidan los recursos. En lugar de generalizar, es momento de distinguir a quienes sí lo hacen bien, y exigir políticas públicas que reconozcan su verdadero impacto.

A lo largo de este episodio pongo sobre la mesa una pregunta que incomoda a más de uno: ¿de verdad es positivo romantizar la labor del agricultor? La reflexión arranca desde una conversación sencilla, casi casual, pero con una frase que corta como navaja: todos los agricultores producen por negocio. No por poesía, no por épica, no por discursos emotivos. Producen porque necesitan que los números cuadren. Y desde ahí empieza todo.

Reconozco sin rodeos que la agricultura es dura, incierta y desgastante. No es un cuento bonito ni una postal para redes sociales. Hay tierra, sudor, errores caros y decisiones que no dejan dormir. Por eso mismo, el respeto hacia quien produce alimentos es real. Tan real que, cuando se me ofreció asumir directamente una producción —con financiamiento incluido— la respuesta fue no. No por falta de conocimiento, sino por plena conciencia del riesgo: clima, plagas, enfermedades, precios volátiles, pandemias, bloqueos logísticos. Todo puede fallar al mismo tiempo. Y suele hacerlo.

Desde ahí dejo clara una postura: admirar no significa idealizar. Generalizar al agricultor como héroe universal es peligroso. No porque no existan agricultores extraordinarios, que los hay, y muchos. Sino porque en el campo, como en cualquier actividad humana, hay de todo. Idealizar borra matices. Y cuando se borran los matices, se pierde la capacidad de distinguir quién hace bien las cosas y quién no tanto.

Durante años de trabajo en campo vi realidades muy distintas. Agricultores profundamente comprometidos con su entorno, con su gente y con el futuro de su región. Y también otros que, por presión, descuido o conveniencia, toman decisiones cuestionables. No ilegales necesariamente, pero sí discutibles. El campo no es blanco y negro. Es una escala de grises muy amplia, y fingir que no existe es una forma elegante de no hacerse cargo del problema.

Las campañas de marketing agrícola suelen caer en esa trampa. Pintan al agricultor como salvador del mundo, como figura casi mítica. Entiendo de dónde viene: he trabajado en marketing agrícola y sé que exagerar vende. Pero exagerar también distorsiona. Decir que todos los agricultores son héroes es tan absurdo como decir que todos los médicos son brillantes o que todos los banqueros son codiciosos. La realidad siempre es más compleja.

Eso no significa atacar al agricultor. Todo lo contrario. Significa respetarlo lo suficiente como para no tratarlo como un concepto abstracto. Cada agricultor hace lo que puede con lo que tiene. Muchos están al límite, defendiendo el patrimonio que sostiene a su familia. Señalarlos desde la comodidad moral es fácil; entender el contexto es otra historia. Por eso aquí no se trata de linchar a nadie.

Lo que sí se necesita son reglas claras y coherentes para el campo. Políticas públicas que premien a quienes hacen las cosas bien y dejen de beneficiar a quienes sistemáticamente lo hacen mal. No desde la moralina, sino desde los incentivos. Subsidios, beneficios fiscales, apoyos reales para quienes cuidan el suelo, el agua, a su gente y a su comunidad. Y lo contrario para quienes contaminan, sobreexplotan y degradan sin consecuencias.

¿Es complicado medir todo eso? Hoy sí. ¿Imposible? No. Hace cien años nadie imaginaba que podríamos mapear un cultivo desde un satélite. La tecnología avanza justo en lo que hoy parece inviable. Apostar a que no se puede es una excusa cómoda. El potencial está en lo que todavía no sabemos hacer.

También pongo el dedo en otra llaga: la cultura. Ojalá tuviéramos, como en otras regiones del mundo, la costumbre de hacer bien las cosas sin que alguien esté vigilando. En el agro hay personas con una ética sólida, que actúan correctamente aunque nadie los observe. Pero no son todos. Y mientras no lo sean, las reglas importan.

Entonces surge otra pregunta clave: ¿qué ganan hoy quienes hacen bien las cosas? Algunos dirán que satisfacción personal, tranquilidad, orgullo. Todo eso vale. Pero no alcanza. Si el agricultor responsable gana lo mismo que el irresponsable, el incentivo para mejorar es mínimo. El sistema, tal como está, no premia consistentemente al que actúa mejor.

Por eso insisto en no romantizar. No se trata de quitarle valor a la agricultura, sino de devolverle su verdadera dimensión. Producir alimentos no es romántico. Es estresante. Es levantarse temprano, preocuparse por el clima, por el mercado, por la gente, por todo. Meter las manos en el lodo no es una experiencia estética cuando se vive 365 días al año. Eso suele verse bonito desde el asfalto, pero desde el campo es otra cosa.

Recuerdo una frase que me dijo un agricultor de vieja escuela, directa y sin filtro: la agricultura es una chinga. Y lo dijo sin victimismo, con claridad. Es la chinga que eligió. Y también dejó claro que muchos profesionistas del agro no alcanzamos a comprenderla del todo. Esa frase enseña más que cualquier discurso motivacional. No hay épica ahí. Hay realidad.

Lo que sí creo es que debemos visibilizar a quienes lo hacen bien. Destacar a los agricultores que cuidan recursos, que apuestan por tecnología eficiente, que piensan en el futuro de su región. No para ponerlos en un pedestal vacío, sino para que se conviertan en referencia. Si más personas entendieran el esfuerzo colectivo que implica producir alimentos, el valor del campo sería distinto. Y eso, al final, nos beneficiaría a todos.

La invitación queda abierta a disentir, a debatir y a pensar. El agro no necesita cuentos bonitos. Necesita liderazgo, reglas claras y menos romanticismo ingenuo. Necesita ver la realidad como es, sin adornos, porque sólo así se puede mejorar de verdad.

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